Apenas empezaba a disfrutar de la casita recién construida con los ladrillos de las obras que rodeaban mi barrio en Talavera de la Reina, cuando mi madre me llamaba desde la ventana de la terraza para indicarme que la hora de juego había terminado. Mi frustración y mi desconcierto eran considerables: nunca comprendía la inoportunidad de mi madre para poner fin a mi tiempo de ocio, justo en el preciso momento en el que habíamos terminado de hacernos una cabaña para empezar a jugar. La coincidencia en el reclamo al hogar era así matemática. Mi sensación de no haber tenido tiempo para disfrutar era una constante.
Ha sido el paso de los años el que me ha dado la perspectiva real. Mi tiempo de juego era precisamente todo el que empleaba para la construcción de la cabaña de ladrillos (que por supuesto, los pobres albañiles tenían que deshacer cada mañana para utilizar los materiales en la jornada laboral). Era el momento de la interacción, de la búsqueda, del diseño, de la creatividad, de la risa, la proyección imaginaria de nuestro espacio vital privado. El juego era, aunque yo lo ignorara, todo ese tiempo en el que lo lúdico fue un fin en sí mismo. Lo importante era el proceso, no el resultado. Eso sí, el resultado se dibujaba como clave, ya que su consecución, la meta de hacernos una casita, era el motor de todo el proceso, la excusa, la motivación.
En estos días, viene a mi mente de forma recurrente esta vivencia de la infancia para ponerme delante de los ojos la dualidad de procesos frente a resultados, esa constante en la que hemos sido educados de cumplir objetivos y, automáticamente, desechar el logro para embarcarnos en un nuevo objetivo, en un nuevo reto, en un nuevo viaje. Vivir bajo el estímulo de nuevos proyectos, nuevos desafíos, el deseo compulsivo de crecer, de superarnos cada día, incluso intentar conseguir lo que todos dicen que es imposible, puede ser un estímulo extraordinario. Pero también pienso que esta dinámica puede hacernos perder la perspectiva e inducirnos a olvidar el proceso, que en definitiva, es la vida, lo que acompaña a nuestro segundero.
Probablemente, necesitamos reflexionar sobre un cambio de paradigma y, consecuentemente, meditar un poco en torno a cómo distribuimos en nuestra balanza de cada día: con el acento en el resultado o con el énfasis en el proceso. De lo contrario, es decir, si seguimos siendo acumuladores de metas y objetivos, simplemente corremos el riesgo de que cuando venga la parca para indicarnos que la hora del juego ha terminado, espantados por la premura de su llamada tratemos de decirle algo similar lo que yo siempre rumoreaba indignado: “Pero mamá, si acabo de empezar a jugar”.