Fue una tarde lluviosa, en un camino a ninguna parte. Nada más verme, el caballo se acercó a mí, todo lo que le permitía el alambre de pinchos que servía de límite a su prado.
Estaba tan embarrado, que casi no encontraba dónde tocarle. Le acaricié la cabeza, sobre la nariz, él lo agradeció permaneciendo a mi lado.
Puede que a él el barro, y el orvallo que incesantemente lo envolvía todo, no le importase nada; seguramente está muy acostumbrado e ello. Pero estaba solo en mitad de la nada, y a mí me pareció que, tal vez por ello, estaba triste...